domingo, 25 de diciembre de 2011

Farewell a los rones


a Ernesto 


una lengua te inflama
la cadera mozalbete
la estrella roja, húmeda
clamas prosigues
                la cuenta, por favor
                   Vienes a casa

tendidos absortos incrédulos
mojada espalda sudor asma tú
                           oliendo, y vas

surca la carreta en el camino las piedras
una ficción
concavidad
adentro, el colgante humano
                           fauces
                      no necesitas herir
                    Sangre. Sangre. Sangre.

Una peste nos persigue
infieles hasta el cogote
loqueado
        disuelto

sábado, 10 de diciembre de 2011

La movida

- Que todo fue tu culpa.  - mentí y pasó a satirizarme - Claro, como eres su hijito...
- No hablamos de ti. Pero es la verdad, Laura.
- ¿Por qué arremetes, hombre? ¿Qué te hago?  
 Luego, sin indignarse más, me alcanzó sus llaves y conduje su auto rumbo al cementerio; la noche anterior, en la plenitud de nuestros sábados, a raíz de un papelito botado salió a flote el tema de la poesía y la Movida Española. Es que Laura nació en Barcelona un 20 de noviembre de 1975, el mismo día que murió un Franco: me llevaba una joroba de años encima. 
- Cuando hicieron La chica de ayer,  alguien debió  pensar mucho en ti. - le dije, recuperando mi escrito, saliendo de la ducha.
- Está tierna esa cosa. - y se volteó.
- Tus cabellos dorados parecen el sol, tal cual, es todo una metáfora de ti.
- No soy rubia.
- En Perú sí. - y supongo que me creyó; luego, atinó a evocar los rulos de su hermana. Yo desaparecí el poema dentro de un montón de papeles.
- Lupe sí era rubia. 
- Tú aún rayas.
- De eso que no te quede duda, tío ,pero Lupe rayaba tanto en Barcelona como en Lima. Yo siempre fui la greñuda de las mellizas. Sí, es la verdad: Lupe era mejor. - sentenció. Luego, yo me desentendí en lo que buscaba mi saco.
La mataré es la mejor canción de la Movida, ¿no crees? - me preguntó.
- Quizás, amor, ¿las llaves?
- Se parece a ti. En el cajón. 
- ¿Quién? - recogiéndolas.
- Loquillo.
- ¿Qué tiene Loquillo? Disculpa,  ¿me pasas la colonia, princesa?
- La Movida fue un locurón. - suspiró - Toma.
Yo me retiré de la habitación y torpemente volví para despedirme.
- ¿A dónde irás? - me dijo.
- Al bar.
- ¿De nuevo?
- Sí.
- ¿Con quiénes...?
- Con los chicos, de ahí regreso para dormir juntitos, mi reina.  
- ¿Habrán tías?
- No.
- Sé sincero conmigo, Rómulo.
- No irá nadie, Laura.
- Verga... no eres sincero...
- Confía, mujer. 
- !Te conozco...!
Y en la cama, le cogí los hombros y la estiré por algunos minutos. -  ¿Confiarás en mí ahora? 
Ella permaneció tendida, exhausta. Luego, con sus verdes como pinos en un abril resucitado, me dio un manotazo de ahogado.
- No me engañes. - como en un gemido, sin mayor ceceo. 
En ruta al departamento de Mariella, con quien compartía, recordé que mañana se cumpliría un año de lo de la hermana de Laura, Lupita Maestre.
- Estás seco hoy. - susurró Mariella, tendidos encima del lecho.
- No es nada. Estoy cansado.
- La españoleta, de seguro...
- Se llama Laura.
- ¿Qué pasa con ella ahora?
-  Sospecha. Es lo que pasa - amargo como el sin azúcar en las alturas - Hoy, incluso, en lo que me bañaba descubrió el poema que te hice. 
- !Ah! - con la boquita abierta - !La chica de ayer! 
Me dieron unas ganas de llenarle la boquita flácida, fofa, pomposa y libre. - ¿Y qué le dijiste?
- Que lo escribí por ella. ¿Qué más podría decirle?
- ¿Te creyó? - sin molestarse porque yo regalase lo suyo.
- No sé.
- Así son las españolas, les gusta revolverlo todo. - luego se calló, sobre mis piernas,  despojándose y su boca vacía, para mí - Olvídate... - como el arruyo sobre la arena en fruición. 
En esas ocasiones que me refugio, suelo dejarlo todo y guiarme de la providencia. A la mañana siguiente, con el pan en la mano me devolví como un perro cojo al departamento de Laúra, lugar en donde me quedo desde la irreconciliable disputa con mi padre.
- Llegas tarde, pringáo. - me dijo, con una sonrisota.
- ¿Tarde para qué? - le dije.
- Tenemos que ir a visitar a Lupita. - animándome, apretándome los hombros - Hoy se cumple un año, ¿te olvidaste? - y se puso tierna.
- Lo siento - con mis manos en sus greñas - en verdad me olvidé... !Dios mío...! !Perdóname...!
- Tío - con la calma de una virgen, metida en varios roles - , yo no te avisé. 
- Si me hubieras dicho, Laura, Laurita...
- Más bien, - y de una forma que no le conocía - tú dime, ¿Te quedaste donde mi ex, supongo...? 
- Donde mi padre. - respondí lento, comprendiéndola; había ensayado otra respuesta - Es que me quedaba cerca... y tu auto... - alardeando para defenderme. Supe a qué jugaba. De repente, un rayo de luz le iluminó toda la cara, dejándome ver sus perlas. Yo lo recordé todo, fue como una venganza de parte suya. 
- Así que te quedaste a dormir en su casa. - y se carcajeó de mí - Ese es un puerco, tío. Un puerco. 
Yo me desencajé por completo - y tío, - con salvaje entonación - a todo esto, ¿qué dijo de mí, tu papi, el Duque?  


viernes, 9 de diciembre de 2011

Los juegos propios


- Era su cumpleaños de Leíto. Juanacha le sirvió cachangas, porque la cachanga es su favorito y aquí, en los altos del cerro Camote no hay nada. Es que le riñó ayer a Leíto porque se quedó hasta tarde dándole a su pelota y disque ella se sentía culpable porque el guagua se asustó mucho y, entre otras cosas, Juanacha está un poquito tocada. Es que nació mudita. En cambio, yo corriendo me bajé a la urbanización para lavar harto, así venía con lo más pronto antes que termine el día: ¡Tendría la tarde libre! - miró a la niña que cargaba el bebé -  Juanacha parecía haberlo superado – suspirando -, y yo, pues, como no tengo la facilidad que se dice para comprarle la navidad ahora que se viene..., a nadie, pues, planeé llevármelos de paseíto, pues. Así que poniéndome el poncho y a Rudy encima, me dije a mí misma antes de salir: ¡Guillermina, vamos a alegrarles hoy!
***
Para la hora de almuerzo, la urbe de Canta Callao estrenaba ropa limpia gracias al saturado dispute de las mamachas que venían del cerro en búsqueda de mejor clientela. Pero aquella mañana, cuando Leíto en unidad y Juanacha con las mazamorras con leche, Guillermina entonaba un huaynito de casa surcando las piedras, escaleras abajo. .

Paqarinmi ripuchkani, perlaschallay, 
mana pitaq despidispa, perlaschallay, 
kausaspaycha kutimusaq, perlaschallay, 
wañuqpayqa manañacha, perlaschallay. 

Y Rudy se carcajeaba de tantas íes ensimismado en la joroba de la chimuela Guilermina. No le tomó más de quince minutos a la mamacha en recorrer hasta el final del precipicio, que era un enjuto camino dorado en la mitad de un cúmulo de arena. Luego, al otro lado de la pista, la urbe de casas construidas, parques, rejas y hasta empleadas le dieron la suerte, lavó ropa durante seis horas y al cruzarse con otra lavandera, sólo recibió saludos y recomendaciones, lo que le retuvo la calma. Para las dos de la tarde, Guillermina contaba con veinte nuevos soles entre lana y colcha, con el sol en la frente, por lo que retornó a sus altos para de una vez salir de paseo, subiendo las resbalosas con Rudy aún en su espalda soplando como en un pajar.
En casita, las dos mujeres, el niño y el bebito postrados en el colchón como sardinas, secaban hirvientes platos de menestrón sobre sus faldas.
- ¿Estás contento?
- Sí, mamacha. !Rica la presa!
Juanacha emitía ruidos y silbidos en lo que jugaba con su pequeño Rudý, quien, tras los nueve meses, nació para contener la gotera.
- Terminamos de comer y nos vamos, pues. Rapidito para aprovechar.
- !Grandaza! -dijo Leíto
- Para los cumpleaños sí hay plata. – y lo envolvió en lo que Juanacha contemplaba la escena - Es bien listo, el Rudy.
- Ya quiero que hable. – inquirió Leíto, despertando.
- ¿Y cuál quieres que sea su primera palabra?
- Que sea Leíto.
Juanacha esbozó una reconciliada sonrisa desde su lugar del colchón, sin entender nada, alegría que se prolongó desde que Rudy acabó de embarrarse con el menestrón hasta Larcomar. Escaleras abajo, emprendieron un largo camino horas en transporte público hasta arribar al distrito de Miraflores.
***
Una procesión de cuellos rojos, gorras Gap y lentes de sol contrastaban a los cuatro turistas del cerro Camote. Guillermina Huamaní vestía un poncho colorido desde el cual Rudy asomaba su cabecita tratando de ganarse con todo lo nuevo que se le ponía en frente, Leíto encandilaba con sus lentes cuadrados y su buzo de primaria y Juanacha repetía los colores del poncho de su hermana, aunque el polo era de franela. Entre risas, esquivaron entre robustos y retocadas, caminando por un parque Kennedy en donde lo único carente de prejuicios era la multitud de gatos sin dueño que cazaban y conseguían su alimento por propia cuenta.
Los juegos electrónicos estaban al lado del mar, en un centro que parecía más propio de otro país y en donde lo venido de los malls del norte despertaba el chirriante interés de cuanto travieso ventoso de pelo castaño hubiese. Leíto quedó maravillado cuando, tras un reportaje, el ministerio se pronunció enviando a los niños de su colegio a Larcomar, y los juegos electrónicos, esos bulliciosos artefactos sacados de una pelicula de marcianos lo habían echo despertarse con una sonrisa en los labios más de una noche.
Guillermina le pasó a Leíto todo el dinero que guardaba y le dejó adelantarse. "Qué corra libre", le dijo a Juanacha.  Las prolongadas cuadras del distrito pronto alcanzaron los detalles del lugar público. Para entrar, se atravesaba por un tranquilo parque en donde, por dos soles cincuenta o lo mismo que un dólar en nuestros días, la municipalidad le otorgaba al ciudadano común la nitidez de una isla depuesta en la lejanía de la espumosa Costa Verde. Allí había juegos, pero eran mecánicos y desanimaban. Uno de esos fue el que lanzó la alerta al divisar a la familia tentando las escaleras eléctricas para bajar al centro comercial. Las escaleras no eran resbalosas y la tierra no se escabullía en las ojotas ni hacía orzuelo en los ojos como sucedía desde las faldas del cerro, sino que se movían automáticamente bajo un conjuro que los arrastraba en mancha. Una vez abajo, Leíto recordó el lugar exacto adonde estaban los juegos electrónicos, porque aquella vez se grabó el camino, por lo que emprendió la carrera en lo que, en pleno pique, una grotesca pata de simio se interpuso en su camino, derribándole como un saco de papas.
- ¡Oiga... – exclamó Guillermina precipitándose - no ve que es un guagua!
Juanacha, que miraba anonadada, ciertamente no entendía las razones de semejante atropello, pero aquél le atemorizaba por lo que, desistiendo de tirar del poncho, se puso encima a su Rudy y emprendió escaleras arriba.
- Señoras. lo siento, pero en este local está prohibido el ingreso de vendedores ambulantes.
- No estamos vendiendo nada – y miró a su alrededor -, él quería ir a los juegos.
Pero a nadie le interesaba las razones del caso.
- Igual… - se corrigió el moreno de pelo corto y corbata michi- , pero igual, señora, allí el niño no puede entrar. Es que es muy pequeño para los juegos.
Guillermina le confrontó, luego, con una parsimonia de Cangallo, encorvó su humanidad.
- Papito – le dijo -, vámonos pá arriba. ¿Haz caso, si?
Y él, que era un chico aprehensivo y se había mantenido sin decir o reclamar, también en silencio hizo caso y escaleras para arriba; después, en el parque, Juanacha, que ya no temblaba sino que se obnubilaba en una mariposa, le alcanzó el bebito a Guillermina cuando de pronto, jalándola el apure de Leíto.

martes, 6 de diciembre de 2011

"Hasta que nos lleve la muerte"


Con la voz del reo abordará
El día de mi suerte
Timbalero del hoy
Varias del Gran Combo
entre cortinas humeantes sabré
Trampolín
el sudor de tu espalda
Un verano en Nueva York.

Cuando Idilio te amaré
"Hasta que nos lleve la muerte"
el son de salsa dura que pondrá
cual libertad para el preso.
La lucidez vendrá por Brujería
y parados al amanecer.

Viaje en bus


Cualquier transeúnte es un semáforo 
Empapado desta escena de Lima
Rutilante, de hordas
Y seres moviéndose en negrura;
Despierta azuzada la oreja
Cerrando el Hemingway de mi frente
Derrotado el actor por el enjuto
Entre ignotas caridades avanza
Dando alergia al destartalado
Embobado de su huaynito ventoso
Y un aroma de casa que pastea en mí
En lo que pasa revista a los
Monjes de piedra,
Marías calladas, niños sentados.

Un hombre se preserva con la sal en sus palmas,
Vigas de metal cualquier día lo aprehenden.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Un adiós...


El ave desde la tierra
cada ápice discurre y formo el río.
Quemando el pico la noche
que penetra mi canto
cruzando fronteras en la neblina...

Con un aleteo...
tú... pluma de metal.
Murmullos de luna grazno
en la margen de cosa muerta.
Levanto mi hoz
entre briagos soplos nos batimos.


Otra noche cuento de hélices
como arruyo ventoso,

nubes
y aves 

roqueteando la tinta. 

viernes, 25 de noviembre de 2011

Tras el bar...


Embriagada la mañana estrena 
rayos en ti desde el velador
lamparones en la mano mustiosa
cuando un ser volante en la humedad reposa 
- jugaremos escondidos entre pliegues de colcha
espantando al grajo, un barullo entre cañas 
será la vorágine de nuestro escarnio - cuando arribe 
este alba como luna asomada al barranco
a tu lado sin respuesta ni trajín, tras tanto comercio,
despertarás en el desierto que buscaste.
- Las plumas goteadas cual lluvia en el océano.-

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La chica de ayer



Liberando muelles tu imagen 
menguando el rocío en las flores 
de un tiempo nuestro,
adherida a la piel la medianoche 
con el aullido en las vías 
clamante la lágrima tierna
el neceser de tus ojos,
de ti me inhibe la mojada
pista en mi cabeza que te nombra
y te pone al frente de un cadáver
como lenguas arriba del océano,
este alba en zona rosa.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Sin correa un Verano


Se puede sentir los primeros días de sol
del no verano circundante a la capital
las perezosas toallas hundidas
expectantes sobre la arena
heladeros sudorosos cornetean
a ventosas criaturas que
transitan la playa alejando
gaviotas
pateando perros
tumbando sombrillas

Enfrento otro espejismo

como una pista de obstáculos
can al lado
pasamos sin tropezar
creando vorágines
entre grumos de arenilla
toallas rasposas
pisamos lvertiente caldeada

Somos los dos en una carrera 
porque Lima se va encendiendo y promete
un año nuevo que será igual
lo olvidaré 
dejaré marcas
caerán coronas
yo y una daga punzando el papel
en un duelo aparte que no acaba
y ese balbuceo animal
escapando juntos en la playa
de un fantasma terrible pasado
sólos y enardecidos, 
frágiles aliados
ignotos del desierto.

martes, 15 de noviembre de 2011

El salto



Somos la arena que raspa la llaga
vinimos de abajo como ranas
que saltan en hojas podridas,
mi yo es oscuro, latido de sangre
huye, rechaza el sonido de mis pasos
acercándose letalmente hacia tu sueño
la sombra amarga buscando
el campo abierto
el faro sin luz enmudecido.

Nos conoceremos en la intimidad
sentirás mi aroma desde la puerta
por sangre desearás
mi saco, mis canas
mi lluvia negra que cala
mi verso, mi tino
mas no lucirás este signo
tatuado en la espalda
que desgracia que refriega
que distingue,
me contemplarás formal, parado
con las manos recias
en donde estés
caminaré tierno y anciano, nuevo de ti
con ese rastro que me inhibe hasta tu amor.

Doy una vida para que no se repita la historia
y los dioses truenen sobre mí y la tierra
se estremezca bajo mío, en el corte de la luna
marché, vivo enjaulado, en otra tierra
no sabes de mí, lo que soy
mis noches son laberintos de fuego
me abato entre cadáveres, marco mi piel
me resquebrajo en el morro
y mi yo empuja
golpea que despedazo
pisa se desvive y se enclava
para no desbarrancarse.

Es mi juramento
lo que te persigue y dedica
esta cruz de viento de no recuerdo
de ausencia de tu abrazo
la culpa la escupo
encima del santo sepulcro
la garganta del fantasma
también se descarna de ti
Tú agitador del mar
soplo de invierno
capaz de dar luz
al rostro trashumante del pecado
no tengo excusa para acercarme
¿para qué te pasaría
cráneos huecos y cadenas
y espinas agudas y lluvia y tanto silencio?

Somos la arena que raspa la llaga
vinimos en medio de una peste
saltando como ranas ignotas,
pero los cuerpos resquebrajados
no puedes levantarlos tú
mi yo hoy te desconoce
en este bosque de tinieblas de signos
camina, tropieza, revive tus ojos
tibios, míos y extraños a cada instante.


Piero Ramos Rasmussen

sábado, 12 de noviembre de 2011

Adiós


Adiós
 No había nada nuevo que decir en esa mañana cálida en Tingo María. Ella se había levantado a las seis como era su costumbre y él permanecía en su colchón con los ojos abiertos y con su garganta tan atrofiada que ya no contaba ni los minutos. No le dijo buenos días, hacía tiempo que no lo hacía, en vez de eso se sentó sobre su cama para contemplar la estrechez de su humilde cuarto, el otro colchón al frente suyo con él envuelto hasta su mentón, el espejo manchado, el televisor pasado de época de tapa de madera prendido desde ayer, la escasa ropa tejida desordenada por el piso y la regalada, aún en bolsas, y por supuesto, la infaltable paja por todas partes. Qué caro que está todo, renegó ella en lo que se fijaba en un comercial a blanco y negro acerca de una sonada cadena de supermercados  modernos en Huánuco. Sin embargo, ella suponía que ese mundo no tenía cabida para ella ni para él, por más cerca que Tingo María se encuentre de la ciudad de Huánuco, a solo dos horas en auto. Hoy ella cumplía cincuenta años. Bostezó largo y tendido caminando a través de las cortinas y una vez afuera de su habitación se reencontró con el mismo terreno descampado, la diminuta cocina después de los tajos y baches de tierra, el silo pegado a la pared y la puerta de madera que daba a la calle. Levantó un poco de polvo en lo que se metió a su cocina, llenó la tetera de agua y de un simple fósforo logró encender la leña, poniendo después la tetera encima de la rejilla. Él aún reposaba mirando hacia arriba. No había conciliado el sueño toda la noche y su respiración era rasposa, seca y salada, pero era algo normal y desde hacía mucho que se hallaba en esa precaria condición, exactamente cuatro meses atrás cuando la enfermedad de pronto hizo su aparición terriblemente y ambos se enteraron del tormento que corría por sus venas. Ella jamás pensó que él la engañaría, menos que le contagiaría algo tan desgarrador como lo era el Sida. Hasta su caída, ambos se ayudaban en el mercado y la rutina abundaba en carencias, pero era cómoda y les bastaba. Cómo es en la selva, suspiraba ella cuando recordaba aquellos días tranquilos, sin prisa. No obstante, ahora el clima tropical y el jugoso sabor de las mandarinas tingalesas tenían un aroma muy distinto al del dulce pasado, en ese sentido, en el mercado en donde trabajaba la gente lamentaba la ausencia de él, que se llamaba Lucho.
 - ¡Jayri! – le despertaba una casera - , y don Lucho, ¿cómo sigue?
- Mejorándose – mentía.
- Dele mis mejores deseos – interrumpían los conocidos que pasaban -, ya nos veremos pronto. Vas a ver.

Y ella asentía con la cabeza y despachaba dando yapa sin mirar a quién. Son buenas personas, le gustaba creer. El agua de la tetera terminó de hervir en lo que ella tajaba en trozos la zanahoria con un cuchillo que sacó de un estante empolvado abajo del lugar de las verduras y los tubérculos, luego, se aproximó a la mesa y buscó un queso y un pan sin levadura y los tajó de la misma manera entremezclando cualquier cantidad de trocitos. Comer había perdido sentido para ella sin embargo él no podía descuidar su alimentación, o podría ser víctima de cualquier enfermedad oportunista, y ya arrastraba una inusual y quejosa neumonía que lo había postrado. Ella recogió la tetera y vertió el agua en una taza de vidrio lentamente y se roció unas cuantas gotas encima para despertarse y sentir el ardor. Qué raro que no cante el gallo, se percató mientras salía de su cocina con el plato y la taza y sus ojos eran invadidos por esa alba tingalesa que inundaba de luz su terreno resquebrajado y le hacía cerrar los ojos y fruncir el ceño. Con el paso del tiempo, el canto del gallo y las pequeñas fortunas de la naturaleza acabaron en convertirse en lo único capaz de ponerle de nuevo una sonrisa en el rostro, y ella apreciaba cada suceso inusual, cada cambio climático. Ingresó atravesando las cortinas arrastrando su joroba y lo primero que vio fue su rostro con los ojos abiertos y una mosca parada sobre la nariz. Caminó unos pasos hasta alcanzar la cama vacía y depositó el plato y el vaso en un lugar blando próximo a ella. Lucho, susurró estirándose para empujarle el hombro con una mano. Lucho, repitió con mayor fuerza y lo movió violentamente, y la mosca salió disparada y se perdió por los aires, y el rostro de él se giró inerte por el impulso. No le tomó más tiempo entender que él no respiraba y no iba a respirar ni toser. Ella no quiso derramar una lágrima por él, pero algo en su pecho le obligó y entonces derramó varias por un tiempo que jamás estuvo entre sus planes. Cuatro meses antes había visto esa misma triste escena en una visión y le hizo saber que no lo perdonaría, pero en un juramento más íntimo y real decidió no abandonarlo y cuidar de él hasta que llegue el fin. Hubiera deseado tener un hijo con él para así recordarlo, o quedarse con alguien. Entonces se paró apoyando sus frágiles palmas en el colchón y se dirigió a las cortinas que anexaban la habitación con el terreno baldío. El sol se había posesionado del cielo y los rayos caían furiosamente sobre sus ojos llorosos y su joroba, y ella se metió rápido a la cocina donde buscó unos cubiertos, porque se los había olvidado, y  regresó por el mismo camino. Puso los cubiertos al costado del blando lugar donde había dejado el plato y el vaso, y con el rostro humedecido se comió todo muy despacio. Escogió cada trozo y se dio su tiempo, mirándolo con ternura al frente. 

Piero Ramos Rasmussen 

martes, 10 de mayo de 2011

La náusea.


La pude ver en el momento en que se dirigía a la puerta que daba  a la calle, amarrándose el cabello alborotado. Segundos después, hizo su aparición dentro de mí la náusea. Yo estaba escondido en el pequeño armario que se encuentra al costado de las escaleras que conectan la sala con las habitaciones. Por suerte, ella permitió que la peste ingrese en el momento en que casi traiciono mi instinto y deserto la faena. En primer lugar, mi nombre es Renato Montoya Alessandri y estoy dejando este manifiesto con el único fin de explicar el motivo del abandono que perpetré. 
Juro que lo que narro es la descripción exacta, o lo que entiendo como cierto de los hechos que sucedieron en el domicilio de numeración trescientos sesenta y nueve de la calle Dionisio Machado, mi antiguo hogar. Asimismo, quiero añadir que he sido meticuloso con los datos que informaré. Solo quiero contar mi verdad.
Desde hace unos meses empecé a sentir la sospecha de que mi señorita esposa María Esther Larco Barbarán, versaba un romance lascivo. Las pistas lucían nítidas y hasta parecía que habían sido desparramadas irónicamente, retando mi inteligencia y mi tolerancia. Eran claras, pero no consistentes. Para ser directos: empecé a olfatear un nuevo y hediendo aroma, pero no podía asegurar que la procedencia de este radicaba en el cuerpo de algún extraño. Ella lo tomaría como un insulto y si me atreviera a confrontarla, me acusaría de locura o de obsesión. Y a mí me excedían esos trajines. Además, supongo que esos alegatos, parecidos a defensas anteriores y menos graves, le servirían como argumentos legítimos. Sin embargo y regresando a lo más cercano a lo seguro, tengo el presentimiento que María no hubiera sido capaz de perpetrar semejante trabajo intelectual. Algo me dice que para derramar la medida justa de perfume varonil dejando solo el recuerdo de un olor fácilmente disimulable, uno debe ser astuto y hasta cazurro. Asimismo, para dejar esa fragancia impregnada en lugares como la oficina, la cocina y el patio, adjudicándole un origen natural, hay que ser calculador y hábil con las mentiras. Es más, uno debe ser un psicópata. No creo que haya dejado semejantes pistas con esa intención, no la imagino tan miserable, tan inteligente… no obstante, la intención por la que dejó las pistas solo debe ser importante para mí. La procesión va por dentro, pero ahora que ha pasado el tiempo, creo que nunca lo descifraré, así como nunca podré descifrar nítidamente lo que exactamente acaeció ese día y la naturaleza de los eventos transcurridos.
Me vestí con la ropa de oficina, pero solo para engañar a María Esther. Le dije adiós con un beso distraído, bajé las escaleras y me aproximé a la puerta de la casa. Le quité el seguro con mi llave y la abrí y cerré sin salir. Guardé las llaves en mi bolsillo y me dirigí raudamente hacia las escaleras para abrir el armario de madera y depositar mi humanidad en ese lugar. Esperé una, dos, tres horas. El tiempo se volvió una carga. Transcurrió de una manera pesada, melancólica, tan dura que casi me convenzo de que era yo un traidor, desconfiado y un mentiroso. Que había faltado al trabajo solo por mis delirios y que el perfume ajeno que delató a mi mujer era un invento de mi mente. No obstante, en ningún momento pensé en abandonar el escondite. Si te hundes, húndete bien. Tan solo me dediqué a meditar. La lealtad de mi mujer, la avocación al trabajo, la salud de mis hijos: todo era una constante, como el rugido del pecho asmático. Incluso podría afirmar que fue un tiempo bien aprovechado, destinado a desenmascarar a la sombra pisoteada del día a día. Sin embargo, cuando la confianza lograba reafirmarse dentro de mí y el amor proliferaba, el timbre se hizo escuchar y alteró mis nervios y mi respiración.

Sonó estruendosamente y destruyó en pedazos la rutina que yo  imaginaba, ocurría en mi hogar habitualmente: los hijos estudiando en el colegio y la mujer trabajando en la casa. Y no es por ser machista. Yo siempre le brindé a María la opción de trabajar y cada vez que me lo pedía, con tal de que encuentre quien se encargue de los niños, no había problema. La consentí siempre y ese fue uno de los problemas. Me da cólera. Y a pesar de eso, nunca perduró en sus trabajos más de algunos pocos meses porque le aburría. Entonces, con el paso del tiempo concluimos en que lo mejor para la familia era que ella labore en la casa, ordenando, cocinando y escribiendo. Lo que todo hombre prefiere. Y todos los días en los que marchaba a la oficina, imaginaba que en esos momentos mi mujer esperaba que los niños regresen del colegio y sazonaba un delicioso almuerzo, después de haber escrito un par de coplas o estancias. Y siempre creí una mentira.
Yo estaba recogido en el armario, prácticamente en cuclillas cuando de repente se escuchó el timbre y ella descendió por la escalera. Si no era por la pequeña puerta de madera del armario, perdía el equilibrio y me derrumbaba hacia delante de la emoción. Es que como dije, así llevaba horas. El cansancio me abandonó también y solo era el sonido de los pasos descendiendo la escalera, la causa de mi angustia. No podía hacer nada, no debía delatar mi posición. Me excité.  Escuché atento los pasos y en el instante en que dejaron de escucharse, abrí levemente la puerta de madera. Entonces miré su espalda precipitándose a la puerta que daba a la calle y la abrió confiada, sin preguntar quién era la persona que la esperaba afuera. Asumí que sabía de quien se trataba y esperaba su visita. El extraño ingresó campante a mi casa, violando toda nuestra intimidad y derrumbando el muro de esperanza y silencio que del prejuicio y la soledad, mi corazón había sedimentado. Sin embargo, la excitación pronto perdió su vigor y me quedé con el vacío que el morbo y la melancolía heredan. El suplicio pues, recién empezó con su llegada.
 Apenas María abrió la puerta de la sala y él ingresó, cerré la puerta del armario y volví a ponerme en cuclillas. Escuché el sonido de la llave asegurando la puerta y segundos después, percibí un aroma a similar al del matadero. Era una fragancia inmunda y artificial, como el veneno para las cucarachas. La peste penetró a la puerta marrón e inundó el armario con su despiadado y nocivo aroma. Y yo conocía perfectamente esas características. Le correspondían a un perfume que se había impregnado sutilmente en el camisón de mi mujer desde hace algunos meses atrás, exagerado a su millonésima potencia. El mismo que se disfrazaba en la oficina, en el baño, en la cocina desafiándome con su sutilidad. Pero esta vez, el olor no encaletaba su crudeza. Era denso y agresivo.
 Escuché los pasos sobre mi cabeza: estaban subiendo la escalera rumbo a mi habitación para seguir mancillando la intimidad de mi hogar. Me sentí mareado como retomar el cigarro después de varios meses de abandonar el vicio. Y de repente, también comenzaron las arcadas. Arcadas propias de la inmundicia y los químicos. Si toda la sala estaba impregnada de ese asqueroso aroma, imagínense mi cuarto. Nuestro cuarto. Las sábanas, los almohadones, los abrigos, el espejo, los óleos, los retratos. Abrí la puerta marrón y no pude seguir controlando mis impulsos. Quise vomitar  nuevamente y no lo conseguí. Solo cometí intentos fallidos, dolorosos e incontenibles. No podía ni respirar, solo intentaba descargar todo el veneno respirado. Y todo se volvió borroso. Mis párpados no pudieron seguir abiertos y sucumbieron a la presión de la náusea. Mi cuerpo entero se dejó dominar y yo me apoyé por inercia en la pared. Empecé a resbalar mi imagen de arriba hacia abajo por la pared y de ahí en adelante mis recuerdos son tan verdaderos como los anteriores, pero yo estaba más congestionado.  

 No niego que me desmayé.  No se escuchaban pasos que revoloteaban en la sala, por lo que entendí que habían pasado unos minutos. Rápidamente organicé en mi mente todo lo sucedido: mi mujer, su amante, el perfume,  los pasos, la náusea, la pared, el suelo. Pensé que lo mejor sería confrontarlos y terminar esta burla, echándola a la calle  como bien debí haberlo hecho cuando recién empecé con las malditas sospechas. Ya no la quería. Subí las escaleras perpetrando los pasos más violentos,  imaginando a mi mujer disfrutando de los placeres de otro hombre. Ascendí a la segunda planta y caminé hacia nuestra habitación. Giré despacio la perilla y estaba cerrada con llave desde dentro. De repente, volví a percibir el perfume hediondo de antes. Emanaba del cuarto y poco a poco se estaba adueñando del hall. Así que no había tiempo que perder: no podía volver a intoxicarme. Tomé distancia y con toda mi fuerza, estrellé mi cuerpo contra la puerta. Ingresé casi cayéndome y apenas levanté la mirada, descubrí el espectáculo principal que advertían el aroma y la náusea: en la cama yacía el cuerpo de María Esther y el de un joven de aproximadamente dieciocho años, reposado uno sobre otro en forma de cruz sobre nuestro lecho, mirándome ambos fijamente a los ojos y con los rostros y los cuerpos embadurnados de sangre, sudor y mugre. Ella se encontraba acurrucada sobre él, con su cabeza en la cama, su tórax sobre el otro tórax y las piernas en el aire, empapándolo con la sangre de su vientre y ambos, esbozando una sonrisa perdida y despiadada. El joven lucía unos cortes largos, rectos y profundos sobre su pecho desnudo. Yo los miré horrorizado y confieso que me incomoda recordar que mi total excitación en ese momento. Todas las sábanas estaban de color sangre y ellos cortados de pie a cabeza y mirándome fijamente con sus ojos abiertos y vacíos. De repente no pude seguir soportando el olor de la habitación y la náusea se apoderó nuevamente de mí. Caí de rodillas al piso, mareado, asqueado. Esta vez tampoco pude vomitar. Mi visión se perjudicó y estuve al punto de apenas poder distinguir los objetos de mi habitación. Caminé de rodillas hasta la cama, casi ciego y aguantando el dolor de las infinitas arcadas y de repente, el cadáver sangrante de mi mujer se irguió  sobre el tórax del joven hacia mí y conservando la sonrisa, prosiguió a esbozar una expresión exasperante y demoniaca que repetía:
- ¡Piedad, por favor, piedad!
El cadáver sonreía y lloraba desesperado, atormentándome, aterrándome, enloqueciéndome. Con el poco control que tenía sobre mis acciones, logré abalanzar mi humanidad contra él. Ambos caímos en la cama mojada, sobre al infeliz amante cercenado. Su sonrisa no se despintó, pero su cadáver dejó de llorar reposado. Quedé en el centro de los dos cuerpos, contagiándome con la sangre que se resbalaba de sus pechos y barrigas. Empujé el cadáver de mi mujer al suelo y casi sin tocar al joven, me puse en pie por su lado de la cama. Huí de la habitación, no sin antes cerrar la puerta. Y apenas cerré la puerta, escuché el sonido de una llave girando dentro de la perilla.
Descendí a la planta baja y corrí rumbo a la puerta que daba a la calle, pero al llegar a esta, hurgué en mis bolsillos y no hallé mis llaves. En ese momento solo atiné a precipitarme hacia la sala y esconderme en el armario del principio. No apaciguaba mi angustia, no podía dejar de pensar en los muertos; sin embargo, retomé la incómoda posición de la mañana, llorando y muerto de miedo y a los minutos escuché el sonido de unos pasos que descendían lentamente por las escaleras. Dejé de llorar entonces  y todo se volvió nítido y el armario se inundó con la aciaga fragancia, pero no me dio asco ni se apoderó de mí.  Me dio mucha  pena que recuerde y miedo sobre todo, pero no me hundí nuevamente. Esperé a que dejaran de sonar los pasos y ansioso, abrí en parte a la puerta de madera y allí estaban los dos cadáveres marchando a la par. Se habían limpiado la sangre del cuerpo y las heridas escapaban de mi vista. Ella se despidió de él y amarrando nuevamente su cabello alborotado, le otorgó un beso en la mejilla. Yo esperé a que ella cerrara la puerta y subiera las escaleras. Respiré hondo y apenas sentí el último escalón sonar, huí del armario en dirección a la puerta que da a la calle. Sin mirar atrás, giré la perilla, cuyo seguro se había desprendido durante la salida del intruso y esta vez sí la atravesé. Y siendo un hombre de bien, no volví más.

Piero Ramos Rasmussen.