martes, 10 de mayo de 2011

La náusea.


La pude ver en el momento en que se dirigía a la puerta que daba  a la calle, amarrándose el cabello alborotado. Segundos después, hizo su aparición dentro de mí la náusea. Yo estaba escondido en el pequeño armario que se encuentra al costado de las escaleras que conectan la sala con las habitaciones. Por suerte, ella permitió que la peste ingrese en el momento en que casi traiciono mi instinto y deserto la faena. En primer lugar, mi nombre es Renato Montoya Alessandri y estoy dejando este manifiesto con el único fin de explicar el motivo del abandono que perpetré. 
Juro que lo que narro es la descripción exacta, o lo que entiendo como cierto de los hechos que sucedieron en el domicilio de numeración trescientos sesenta y nueve de la calle Dionisio Machado, mi antiguo hogar. Asimismo, quiero añadir que he sido meticuloso con los datos que informaré. Solo quiero contar mi verdad.
Desde hace unos meses empecé a sentir la sospecha de que mi señorita esposa María Esther Larco Barbarán, versaba un romance lascivo. Las pistas lucían nítidas y hasta parecía que habían sido desparramadas irónicamente, retando mi inteligencia y mi tolerancia. Eran claras, pero no consistentes. Para ser directos: empecé a olfatear un nuevo y hediendo aroma, pero no podía asegurar que la procedencia de este radicaba en el cuerpo de algún extraño. Ella lo tomaría como un insulto y si me atreviera a confrontarla, me acusaría de locura o de obsesión. Y a mí me excedían esos trajines. Además, supongo que esos alegatos, parecidos a defensas anteriores y menos graves, le servirían como argumentos legítimos. Sin embargo y regresando a lo más cercano a lo seguro, tengo el presentimiento que María no hubiera sido capaz de perpetrar semejante trabajo intelectual. Algo me dice que para derramar la medida justa de perfume varonil dejando solo el recuerdo de un olor fácilmente disimulable, uno debe ser astuto y hasta cazurro. Asimismo, para dejar esa fragancia impregnada en lugares como la oficina, la cocina y el patio, adjudicándole un origen natural, hay que ser calculador y hábil con las mentiras. Es más, uno debe ser un psicópata. No creo que haya dejado semejantes pistas con esa intención, no la imagino tan miserable, tan inteligente… no obstante, la intención por la que dejó las pistas solo debe ser importante para mí. La procesión va por dentro, pero ahora que ha pasado el tiempo, creo que nunca lo descifraré, así como nunca podré descifrar nítidamente lo que exactamente acaeció ese día y la naturaleza de los eventos transcurridos.
Me vestí con la ropa de oficina, pero solo para engañar a María Esther. Le dije adiós con un beso distraído, bajé las escaleras y me aproximé a la puerta de la casa. Le quité el seguro con mi llave y la abrí y cerré sin salir. Guardé las llaves en mi bolsillo y me dirigí raudamente hacia las escaleras para abrir el armario de madera y depositar mi humanidad en ese lugar. Esperé una, dos, tres horas. El tiempo se volvió una carga. Transcurrió de una manera pesada, melancólica, tan dura que casi me convenzo de que era yo un traidor, desconfiado y un mentiroso. Que había faltado al trabajo solo por mis delirios y que el perfume ajeno que delató a mi mujer era un invento de mi mente. No obstante, en ningún momento pensé en abandonar el escondite. Si te hundes, húndete bien. Tan solo me dediqué a meditar. La lealtad de mi mujer, la avocación al trabajo, la salud de mis hijos: todo era una constante, como el rugido del pecho asmático. Incluso podría afirmar que fue un tiempo bien aprovechado, destinado a desenmascarar a la sombra pisoteada del día a día. Sin embargo, cuando la confianza lograba reafirmarse dentro de mí y el amor proliferaba, el timbre se hizo escuchar y alteró mis nervios y mi respiración.

Sonó estruendosamente y destruyó en pedazos la rutina que yo  imaginaba, ocurría en mi hogar habitualmente: los hijos estudiando en el colegio y la mujer trabajando en la casa. Y no es por ser machista. Yo siempre le brindé a María la opción de trabajar y cada vez que me lo pedía, con tal de que encuentre quien se encargue de los niños, no había problema. La consentí siempre y ese fue uno de los problemas. Me da cólera. Y a pesar de eso, nunca perduró en sus trabajos más de algunos pocos meses porque le aburría. Entonces, con el paso del tiempo concluimos en que lo mejor para la familia era que ella labore en la casa, ordenando, cocinando y escribiendo. Lo que todo hombre prefiere. Y todos los días en los que marchaba a la oficina, imaginaba que en esos momentos mi mujer esperaba que los niños regresen del colegio y sazonaba un delicioso almuerzo, después de haber escrito un par de coplas o estancias. Y siempre creí una mentira.
Yo estaba recogido en el armario, prácticamente en cuclillas cuando de repente se escuchó el timbre y ella descendió por la escalera. Si no era por la pequeña puerta de madera del armario, perdía el equilibrio y me derrumbaba hacia delante de la emoción. Es que como dije, así llevaba horas. El cansancio me abandonó también y solo era el sonido de los pasos descendiendo la escalera, la causa de mi angustia. No podía hacer nada, no debía delatar mi posición. Me excité.  Escuché atento los pasos y en el instante en que dejaron de escucharse, abrí levemente la puerta de madera. Entonces miré su espalda precipitándose a la puerta que daba a la calle y la abrió confiada, sin preguntar quién era la persona que la esperaba afuera. Asumí que sabía de quien se trataba y esperaba su visita. El extraño ingresó campante a mi casa, violando toda nuestra intimidad y derrumbando el muro de esperanza y silencio que del prejuicio y la soledad, mi corazón había sedimentado. Sin embargo, la excitación pronto perdió su vigor y me quedé con el vacío que el morbo y la melancolía heredan. El suplicio pues, recién empezó con su llegada.
 Apenas María abrió la puerta de la sala y él ingresó, cerré la puerta del armario y volví a ponerme en cuclillas. Escuché el sonido de la llave asegurando la puerta y segundos después, percibí un aroma a similar al del matadero. Era una fragancia inmunda y artificial, como el veneno para las cucarachas. La peste penetró a la puerta marrón e inundó el armario con su despiadado y nocivo aroma. Y yo conocía perfectamente esas características. Le correspondían a un perfume que se había impregnado sutilmente en el camisón de mi mujer desde hace algunos meses atrás, exagerado a su millonésima potencia. El mismo que se disfrazaba en la oficina, en el baño, en la cocina desafiándome con su sutilidad. Pero esta vez, el olor no encaletaba su crudeza. Era denso y agresivo.
 Escuché los pasos sobre mi cabeza: estaban subiendo la escalera rumbo a mi habitación para seguir mancillando la intimidad de mi hogar. Me sentí mareado como retomar el cigarro después de varios meses de abandonar el vicio. Y de repente, también comenzaron las arcadas. Arcadas propias de la inmundicia y los químicos. Si toda la sala estaba impregnada de ese asqueroso aroma, imagínense mi cuarto. Nuestro cuarto. Las sábanas, los almohadones, los abrigos, el espejo, los óleos, los retratos. Abrí la puerta marrón y no pude seguir controlando mis impulsos. Quise vomitar  nuevamente y no lo conseguí. Solo cometí intentos fallidos, dolorosos e incontenibles. No podía ni respirar, solo intentaba descargar todo el veneno respirado. Y todo se volvió borroso. Mis párpados no pudieron seguir abiertos y sucumbieron a la presión de la náusea. Mi cuerpo entero se dejó dominar y yo me apoyé por inercia en la pared. Empecé a resbalar mi imagen de arriba hacia abajo por la pared y de ahí en adelante mis recuerdos son tan verdaderos como los anteriores, pero yo estaba más congestionado.  

 No niego que me desmayé.  No se escuchaban pasos que revoloteaban en la sala, por lo que entendí que habían pasado unos minutos. Rápidamente organicé en mi mente todo lo sucedido: mi mujer, su amante, el perfume,  los pasos, la náusea, la pared, el suelo. Pensé que lo mejor sería confrontarlos y terminar esta burla, echándola a la calle  como bien debí haberlo hecho cuando recién empecé con las malditas sospechas. Ya no la quería. Subí las escaleras perpetrando los pasos más violentos,  imaginando a mi mujer disfrutando de los placeres de otro hombre. Ascendí a la segunda planta y caminé hacia nuestra habitación. Giré despacio la perilla y estaba cerrada con llave desde dentro. De repente, volví a percibir el perfume hediondo de antes. Emanaba del cuarto y poco a poco se estaba adueñando del hall. Así que no había tiempo que perder: no podía volver a intoxicarme. Tomé distancia y con toda mi fuerza, estrellé mi cuerpo contra la puerta. Ingresé casi cayéndome y apenas levanté la mirada, descubrí el espectáculo principal que advertían el aroma y la náusea: en la cama yacía el cuerpo de María Esther y el de un joven de aproximadamente dieciocho años, reposado uno sobre otro en forma de cruz sobre nuestro lecho, mirándome ambos fijamente a los ojos y con los rostros y los cuerpos embadurnados de sangre, sudor y mugre. Ella se encontraba acurrucada sobre él, con su cabeza en la cama, su tórax sobre el otro tórax y las piernas en el aire, empapándolo con la sangre de su vientre y ambos, esbozando una sonrisa perdida y despiadada. El joven lucía unos cortes largos, rectos y profundos sobre su pecho desnudo. Yo los miré horrorizado y confieso que me incomoda recordar que mi total excitación en ese momento. Todas las sábanas estaban de color sangre y ellos cortados de pie a cabeza y mirándome fijamente con sus ojos abiertos y vacíos. De repente no pude seguir soportando el olor de la habitación y la náusea se apoderó nuevamente de mí. Caí de rodillas al piso, mareado, asqueado. Esta vez tampoco pude vomitar. Mi visión se perjudicó y estuve al punto de apenas poder distinguir los objetos de mi habitación. Caminé de rodillas hasta la cama, casi ciego y aguantando el dolor de las infinitas arcadas y de repente, el cadáver sangrante de mi mujer se irguió  sobre el tórax del joven hacia mí y conservando la sonrisa, prosiguió a esbozar una expresión exasperante y demoniaca que repetía:
- ¡Piedad, por favor, piedad!
El cadáver sonreía y lloraba desesperado, atormentándome, aterrándome, enloqueciéndome. Con el poco control que tenía sobre mis acciones, logré abalanzar mi humanidad contra él. Ambos caímos en la cama mojada, sobre al infeliz amante cercenado. Su sonrisa no se despintó, pero su cadáver dejó de llorar reposado. Quedé en el centro de los dos cuerpos, contagiándome con la sangre que se resbalaba de sus pechos y barrigas. Empujé el cadáver de mi mujer al suelo y casi sin tocar al joven, me puse en pie por su lado de la cama. Huí de la habitación, no sin antes cerrar la puerta. Y apenas cerré la puerta, escuché el sonido de una llave girando dentro de la perilla.
Descendí a la planta baja y corrí rumbo a la puerta que daba a la calle, pero al llegar a esta, hurgué en mis bolsillos y no hallé mis llaves. En ese momento solo atiné a precipitarme hacia la sala y esconderme en el armario del principio. No apaciguaba mi angustia, no podía dejar de pensar en los muertos; sin embargo, retomé la incómoda posición de la mañana, llorando y muerto de miedo y a los minutos escuché el sonido de unos pasos que descendían lentamente por las escaleras. Dejé de llorar entonces  y todo se volvió nítido y el armario se inundó con la aciaga fragancia, pero no me dio asco ni se apoderó de mí.  Me dio mucha  pena que recuerde y miedo sobre todo, pero no me hundí nuevamente. Esperé a que dejaran de sonar los pasos y ansioso, abrí en parte a la puerta de madera y allí estaban los dos cadáveres marchando a la par. Se habían limpiado la sangre del cuerpo y las heridas escapaban de mi vista. Ella se despidió de él y amarrando nuevamente su cabello alborotado, le otorgó un beso en la mejilla. Yo esperé a que ella cerrara la puerta y subiera las escaleras. Respiré hondo y apenas sentí el último escalón sonar, huí del armario en dirección a la puerta que da a la calle. Sin mirar atrás, giré la perilla, cuyo seguro se había desprendido durante la salida del intruso y esta vez sí la atravesé. Y siendo un hombre de bien, no volví más.

Piero Ramos Rasmussen.