sábado, 26 de noviembre de 2011

Un adiós...


El ave desde la tierra
cada ápice discurre y formo el río.
Quemando el pico la noche
que penetra mi canto
cruzando fronteras en la neblina...

Con un aleteo...
tú... pluma de metal.
Murmullos de luna grazno
en la margen de cosa muerta.
Levanto mi hoz
entre briagos soplos nos batimos.


Otra noche cuento de hélices
como arruyo ventoso,

nubes
y aves 

roqueteando la tinta. 

viernes, 25 de noviembre de 2011

Tras el bar...


Embriagada la mañana estrena 
rayos en ti desde el velador
lamparones en la mano mustiosa
cuando un ser volante en la humedad reposa 
- jugaremos escondidos entre pliegues de colcha
espantando al grajo, un barullo entre cañas 
será la vorágine de nuestro escarnio - cuando arribe 
este alba como luna asomada al barranco
a tu lado sin respuesta ni trajín, tras tanto comercio,
despertarás en el desierto que buscaste.
- Las plumas goteadas cual lluvia en el océano.-

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La chica de ayer



Liberando muelles tu imagen 
menguando el rocío en las flores 
de un tiempo nuestro,
adherida a la piel la medianoche 
con el aullido en las vías 
clamante la lágrima tierna
el neceser de tus ojos,
de ti me inhibe la mojada
pista en mi cabeza que te nombra
y te pone al frente de un cadáver
como lenguas arriba del océano,
este alba en zona rosa.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Sin correa un Verano


Se puede sentir los primeros días de sol
del no verano circundante a la capital
las perezosas toallas hundidas
expectantes sobre la arena
heladeros sudorosos cornetean
a ventosas criaturas que
transitan la playa alejando
gaviotas
pateando perros
tumbando sombrillas

Enfrento otro espejismo

como una pista de obstáculos
can al lado
pasamos sin tropezar
creando vorágines
entre grumos de arenilla
toallas rasposas
pisamos lvertiente caldeada

Somos los dos en una carrera 
porque Lima se va encendiendo y promete
un año nuevo que será igual
lo olvidaré 
dejaré marcas
caerán coronas
yo y una daga punzando el papel
en un duelo aparte que no acaba
y ese balbuceo animal
escapando juntos en la playa
de un fantasma terrible pasado
sólos y enardecidos, 
frágiles aliados
ignotos del desierto.

martes, 15 de noviembre de 2011

El salto



Somos la arena que raspa la llaga
vinimos de abajo como ranas
que saltan en hojas podridas,
mi yo es oscuro, latido de sangre
huye, rechaza el sonido de mis pasos
acercándose letalmente hacia tu sueño
la sombra amarga buscando
el campo abierto
el faro sin luz enmudecido.

Nos conoceremos en la intimidad
sentirás mi aroma desde la puerta
por sangre desearás
mi saco, mis canas
mi lluvia negra que cala
mi verso, mi tino
mas no lucirás este signo
tatuado en la espalda
que desgracia que refriega
que distingue,
me contemplarás formal, parado
con las manos recias
en donde estés
caminaré tierno y anciano, nuevo de ti
con ese rastro que me inhibe hasta tu amor.

Doy una vida para que no se repita la historia
y los dioses truenen sobre mí y la tierra
se estremezca bajo mío, en el corte de la luna
marché, vivo enjaulado, en otra tierra
no sabes de mí, lo que soy
mis noches son laberintos de fuego
me abato entre cadáveres, marco mi piel
me resquebrajo en el morro
y mi yo empuja
golpea que despedazo
pisa se desvive y se enclava
para no desbarrancarse.

Es mi juramento
lo que te persigue y dedica
esta cruz de viento de no recuerdo
de ausencia de tu abrazo
la culpa la escupo
encima del santo sepulcro
la garganta del fantasma
también se descarna de ti
Tú agitador del mar
soplo de invierno
capaz de dar luz
al rostro trashumante del pecado
no tengo excusa para acercarme
¿para qué te pasaría
cráneos huecos y cadenas
y espinas agudas y lluvia y tanto silencio?

Somos la arena que raspa la llaga
vinimos en medio de una peste
saltando como ranas ignotas,
pero los cuerpos resquebrajados
no puedes levantarlos tú
mi yo hoy te desconoce
en este bosque de tinieblas de signos
camina, tropieza, revive tus ojos
tibios, míos y extraños a cada instante.


Piero Ramos Rasmussen

sábado, 12 de noviembre de 2011

Adiós


Adiós
 No había nada nuevo que decir en esa mañana cálida en Tingo María. Ella se había levantado a las seis como era su costumbre y él permanecía en su colchón con los ojos abiertos y con su garganta tan atrofiada que ya no contaba ni los minutos. No le dijo buenos días, hacía tiempo que no lo hacía, en vez de eso se sentó sobre su cama para contemplar la estrechez de su humilde cuarto, el otro colchón al frente suyo con él envuelto hasta su mentón, el espejo manchado, el televisor pasado de época de tapa de madera prendido desde ayer, la escasa ropa tejida desordenada por el piso y la regalada, aún en bolsas, y por supuesto, la infaltable paja por todas partes. Qué caro que está todo, renegó ella en lo que se fijaba en un comercial a blanco y negro acerca de una sonada cadena de supermercados  modernos en Huánuco. Sin embargo, ella suponía que ese mundo no tenía cabida para ella ni para él, por más cerca que Tingo María se encuentre de la ciudad de Huánuco, a solo dos horas en auto. Hoy ella cumplía cincuenta años. Bostezó largo y tendido caminando a través de las cortinas y una vez afuera de su habitación se reencontró con el mismo terreno descampado, la diminuta cocina después de los tajos y baches de tierra, el silo pegado a la pared y la puerta de madera que daba a la calle. Levantó un poco de polvo en lo que se metió a su cocina, llenó la tetera de agua y de un simple fósforo logró encender la leña, poniendo después la tetera encima de la rejilla. Él aún reposaba mirando hacia arriba. No había conciliado el sueño toda la noche y su respiración era rasposa, seca y salada, pero era algo normal y desde hacía mucho que se hallaba en esa precaria condición, exactamente cuatro meses atrás cuando la enfermedad de pronto hizo su aparición terriblemente y ambos se enteraron del tormento que corría por sus venas. Ella jamás pensó que él la engañaría, menos que le contagiaría algo tan desgarrador como lo era el Sida. Hasta su caída, ambos se ayudaban en el mercado y la rutina abundaba en carencias, pero era cómoda y les bastaba. Cómo es en la selva, suspiraba ella cuando recordaba aquellos días tranquilos, sin prisa. No obstante, ahora el clima tropical y el jugoso sabor de las mandarinas tingalesas tenían un aroma muy distinto al del dulce pasado, en ese sentido, en el mercado en donde trabajaba la gente lamentaba la ausencia de él, que se llamaba Lucho.
 - ¡Jayri! – le despertaba una casera - , y don Lucho, ¿cómo sigue?
- Mejorándose – mentía.
- Dele mis mejores deseos – interrumpían los conocidos que pasaban -, ya nos veremos pronto. Vas a ver.

Y ella asentía con la cabeza y despachaba dando yapa sin mirar a quién. Son buenas personas, le gustaba creer. El agua de la tetera terminó de hervir en lo que ella tajaba en trozos la zanahoria con un cuchillo que sacó de un estante empolvado abajo del lugar de las verduras y los tubérculos, luego, se aproximó a la mesa y buscó un queso y un pan sin levadura y los tajó de la misma manera entremezclando cualquier cantidad de trocitos. Comer había perdido sentido para ella sin embargo él no podía descuidar su alimentación, o podría ser víctima de cualquier enfermedad oportunista, y ya arrastraba una inusual y quejosa neumonía que lo había postrado. Ella recogió la tetera y vertió el agua en una taza de vidrio lentamente y se roció unas cuantas gotas encima para despertarse y sentir el ardor. Qué raro que no cante el gallo, se percató mientras salía de su cocina con el plato y la taza y sus ojos eran invadidos por esa alba tingalesa que inundaba de luz su terreno resquebrajado y le hacía cerrar los ojos y fruncir el ceño. Con el paso del tiempo, el canto del gallo y las pequeñas fortunas de la naturaleza acabaron en convertirse en lo único capaz de ponerle de nuevo una sonrisa en el rostro, y ella apreciaba cada suceso inusual, cada cambio climático. Ingresó atravesando las cortinas arrastrando su joroba y lo primero que vio fue su rostro con los ojos abiertos y una mosca parada sobre la nariz. Caminó unos pasos hasta alcanzar la cama vacía y depositó el plato y el vaso en un lugar blando próximo a ella. Lucho, susurró estirándose para empujarle el hombro con una mano. Lucho, repitió con mayor fuerza y lo movió violentamente, y la mosca salió disparada y se perdió por los aires, y el rostro de él se giró inerte por el impulso. No le tomó más tiempo entender que él no respiraba y no iba a respirar ni toser. Ella no quiso derramar una lágrima por él, pero algo en su pecho le obligó y entonces derramó varias por un tiempo que jamás estuvo entre sus planes. Cuatro meses antes había visto esa misma triste escena en una visión y le hizo saber que no lo perdonaría, pero en un juramento más íntimo y real decidió no abandonarlo y cuidar de él hasta que llegue el fin. Hubiera deseado tener un hijo con él para así recordarlo, o quedarse con alguien. Entonces se paró apoyando sus frágiles palmas en el colchón y se dirigió a las cortinas que anexaban la habitación con el terreno baldío. El sol se había posesionado del cielo y los rayos caían furiosamente sobre sus ojos llorosos y su joroba, y ella se metió rápido a la cocina donde buscó unos cubiertos, porque se los había olvidado, y  regresó por el mismo camino. Puso los cubiertos al costado del blando lugar donde había dejado el plato y el vaso, y con el rostro humedecido se comió todo muy despacio. Escogió cada trozo y se dio su tiempo, mirándolo con ternura al frente. 

Piero Ramos Rasmussen