sábado, 12 de noviembre de 2011

Adiós


Adiós
 No había nada nuevo que decir en esa mañana cálida en Tingo María. Ella se había levantado a las seis como era su costumbre y él permanecía en su colchón con los ojos abiertos y con su garganta tan atrofiada que ya no contaba ni los minutos. No le dijo buenos días, hacía tiempo que no lo hacía, en vez de eso se sentó sobre su cama para contemplar la estrechez de su humilde cuarto, el otro colchón al frente suyo con él envuelto hasta su mentón, el espejo manchado, el televisor pasado de época de tapa de madera prendido desde ayer, la escasa ropa tejida desordenada por el piso y la regalada, aún en bolsas, y por supuesto, la infaltable paja por todas partes. Qué caro que está todo, renegó ella en lo que se fijaba en un comercial a blanco y negro acerca de una sonada cadena de supermercados  modernos en Huánuco. Sin embargo, ella suponía que ese mundo no tenía cabida para ella ni para él, por más cerca que Tingo María se encuentre de la ciudad de Huánuco, a solo dos horas en auto. Hoy ella cumplía cincuenta años. Bostezó largo y tendido caminando a través de las cortinas y una vez afuera de su habitación se reencontró con el mismo terreno descampado, la diminuta cocina después de los tajos y baches de tierra, el silo pegado a la pared y la puerta de madera que daba a la calle. Levantó un poco de polvo en lo que se metió a su cocina, llenó la tetera de agua y de un simple fósforo logró encender la leña, poniendo después la tetera encima de la rejilla. Él aún reposaba mirando hacia arriba. No había conciliado el sueño toda la noche y su respiración era rasposa, seca y salada, pero era algo normal y desde hacía mucho que se hallaba en esa precaria condición, exactamente cuatro meses atrás cuando la enfermedad de pronto hizo su aparición terriblemente y ambos se enteraron del tormento que corría por sus venas. Ella jamás pensó que él la engañaría, menos que le contagiaría algo tan desgarrador como lo era el Sida. Hasta su caída, ambos se ayudaban en el mercado y la rutina abundaba en carencias, pero era cómoda y les bastaba. Cómo es en la selva, suspiraba ella cuando recordaba aquellos días tranquilos, sin prisa. No obstante, ahora el clima tropical y el jugoso sabor de las mandarinas tingalesas tenían un aroma muy distinto al del dulce pasado, en ese sentido, en el mercado en donde trabajaba la gente lamentaba la ausencia de él, que se llamaba Lucho.
 - ¡Jayri! – le despertaba una casera - , y don Lucho, ¿cómo sigue?
- Mejorándose – mentía.
- Dele mis mejores deseos – interrumpían los conocidos que pasaban -, ya nos veremos pronto. Vas a ver.

Y ella asentía con la cabeza y despachaba dando yapa sin mirar a quién. Son buenas personas, le gustaba creer. El agua de la tetera terminó de hervir en lo que ella tajaba en trozos la zanahoria con un cuchillo que sacó de un estante empolvado abajo del lugar de las verduras y los tubérculos, luego, se aproximó a la mesa y buscó un queso y un pan sin levadura y los tajó de la misma manera entremezclando cualquier cantidad de trocitos. Comer había perdido sentido para ella sin embargo él no podía descuidar su alimentación, o podría ser víctima de cualquier enfermedad oportunista, y ya arrastraba una inusual y quejosa neumonía que lo había postrado. Ella recogió la tetera y vertió el agua en una taza de vidrio lentamente y se roció unas cuantas gotas encima para despertarse y sentir el ardor. Qué raro que no cante el gallo, se percató mientras salía de su cocina con el plato y la taza y sus ojos eran invadidos por esa alba tingalesa que inundaba de luz su terreno resquebrajado y le hacía cerrar los ojos y fruncir el ceño. Con el paso del tiempo, el canto del gallo y las pequeñas fortunas de la naturaleza acabaron en convertirse en lo único capaz de ponerle de nuevo una sonrisa en el rostro, y ella apreciaba cada suceso inusual, cada cambio climático. Ingresó atravesando las cortinas arrastrando su joroba y lo primero que vio fue su rostro con los ojos abiertos y una mosca parada sobre la nariz. Caminó unos pasos hasta alcanzar la cama vacía y depositó el plato y el vaso en un lugar blando próximo a ella. Lucho, susurró estirándose para empujarle el hombro con una mano. Lucho, repitió con mayor fuerza y lo movió violentamente, y la mosca salió disparada y se perdió por los aires, y el rostro de él se giró inerte por el impulso. No le tomó más tiempo entender que él no respiraba y no iba a respirar ni toser. Ella no quiso derramar una lágrima por él, pero algo en su pecho le obligó y entonces derramó varias por un tiempo que jamás estuvo entre sus planes. Cuatro meses antes había visto esa misma triste escena en una visión y le hizo saber que no lo perdonaría, pero en un juramento más íntimo y real decidió no abandonarlo y cuidar de él hasta que llegue el fin. Hubiera deseado tener un hijo con él para así recordarlo, o quedarse con alguien. Entonces se paró apoyando sus frágiles palmas en el colchón y se dirigió a las cortinas que anexaban la habitación con el terreno baldío. El sol se había posesionado del cielo y los rayos caían furiosamente sobre sus ojos llorosos y su joroba, y ella se metió rápido a la cocina donde buscó unos cubiertos, porque se los había olvidado, y  regresó por el mismo camino. Puso los cubiertos al costado del blando lugar donde había dejado el plato y el vaso, y con el rostro humedecido se comió todo muy despacio. Escogió cada trozo y se dio su tiempo, mirándolo con ternura al frente. 

Piero Ramos Rasmussen 

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