viernes, 9 de diciembre de 2011

Los juegos propios


- Era su cumpleaños de Leíto. Juanacha le sirvió cachangas, porque la cachanga es su favorito y aquí, en los altos del cerro Camote no hay nada. Es que le riñó ayer a Leíto porque se quedó hasta tarde dándole a su pelota y disque ella se sentía culpable porque el guagua se asustó mucho y, entre otras cosas, Juanacha está un poquito tocada. Es que nació mudita. En cambio, yo corriendo me bajé a la urbanización para lavar harto, así venía con lo más pronto antes que termine el día: ¡Tendría la tarde libre! - miró a la niña que cargaba el bebé -  Juanacha parecía haberlo superado – suspirando -, y yo, pues, como no tengo la facilidad que se dice para comprarle la navidad ahora que se viene..., a nadie, pues, planeé llevármelos de paseíto, pues. Así que poniéndome el poncho y a Rudy encima, me dije a mí misma antes de salir: ¡Guillermina, vamos a alegrarles hoy!
***
Para la hora de almuerzo, la urbe de Canta Callao estrenaba ropa limpia gracias al saturado dispute de las mamachas que venían del cerro en búsqueda de mejor clientela. Pero aquella mañana, cuando Leíto en unidad y Juanacha con las mazamorras con leche, Guillermina entonaba un huaynito de casa surcando las piedras, escaleras abajo. .

Paqarinmi ripuchkani, perlaschallay, 
mana pitaq despidispa, perlaschallay, 
kausaspaycha kutimusaq, perlaschallay, 
wañuqpayqa manañacha, perlaschallay. 

Y Rudy se carcajeaba de tantas íes ensimismado en la joroba de la chimuela Guilermina. No le tomó más de quince minutos a la mamacha en recorrer hasta el final del precipicio, que era un enjuto camino dorado en la mitad de un cúmulo de arena. Luego, al otro lado de la pista, la urbe de casas construidas, parques, rejas y hasta empleadas le dieron la suerte, lavó ropa durante seis horas y al cruzarse con otra lavandera, sólo recibió saludos y recomendaciones, lo que le retuvo la calma. Para las dos de la tarde, Guillermina contaba con veinte nuevos soles entre lana y colcha, con el sol en la frente, por lo que retornó a sus altos para de una vez salir de paseo, subiendo las resbalosas con Rudy aún en su espalda soplando como en un pajar.
En casita, las dos mujeres, el niño y el bebito postrados en el colchón como sardinas, secaban hirvientes platos de menestrón sobre sus faldas.
- ¿Estás contento?
- Sí, mamacha. !Rica la presa!
Juanacha emitía ruidos y silbidos en lo que jugaba con su pequeño Rudý, quien, tras los nueve meses, nació para contener la gotera.
- Terminamos de comer y nos vamos, pues. Rapidito para aprovechar.
- !Grandaza! -dijo Leíto
- Para los cumpleaños sí hay plata. – y lo envolvió en lo que Juanacha contemplaba la escena - Es bien listo, el Rudy.
- Ya quiero que hable. – inquirió Leíto, despertando.
- ¿Y cuál quieres que sea su primera palabra?
- Que sea Leíto.
Juanacha esbozó una reconciliada sonrisa desde su lugar del colchón, sin entender nada, alegría que se prolongó desde que Rudy acabó de embarrarse con el menestrón hasta Larcomar. Escaleras abajo, emprendieron un largo camino horas en transporte público hasta arribar al distrito de Miraflores.
***
Una procesión de cuellos rojos, gorras Gap y lentes de sol contrastaban a los cuatro turistas del cerro Camote. Guillermina Huamaní vestía un poncho colorido desde el cual Rudy asomaba su cabecita tratando de ganarse con todo lo nuevo que se le ponía en frente, Leíto encandilaba con sus lentes cuadrados y su buzo de primaria y Juanacha repetía los colores del poncho de su hermana, aunque el polo era de franela. Entre risas, esquivaron entre robustos y retocadas, caminando por un parque Kennedy en donde lo único carente de prejuicios era la multitud de gatos sin dueño que cazaban y conseguían su alimento por propia cuenta.
Los juegos electrónicos estaban al lado del mar, en un centro que parecía más propio de otro país y en donde lo venido de los malls del norte despertaba el chirriante interés de cuanto travieso ventoso de pelo castaño hubiese. Leíto quedó maravillado cuando, tras un reportaje, el ministerio se pronunció enviando a los niños de su colegio a Larcomar, y los juegos electrónicos, esos bulliciosos artefactos sacados de una pelicula de marcianos lo habían echo despertarse con una sonrisa en los labios más de una noche.
Guillermina le pasó a Leíto todo el dinero que guardaba y le dejó adelantarse. "Qué corra libre", le dijo a Juanacha.  Las prolongadas cuadras del distrito pronto alcanzaron los detalles del lugar público. Para entrar, se atravesaba por un tranquilo parque en donde, por dos soles cincuenta o lo mismo que un dólar en nuestros días, la municipalidad le otorgaba al ciudadano común la nitidez de una isla depuesta en la lejanía de la espumosa Costa Verde. Allí había juegos, pero eran mecánicos y desanimaban. Uno de esos fue el que lanzó la alerta al divisar a la familia tentando las escaleras eléctricas para bajar al centro comercial. Las escaleras no eran resbalosas y la tierra no se escabullía en las ojotas ni hacía orzuelo en los ojos como sucedía desde las faldas del cerro, sino que se movían automáticamente bajo un conjuro que los arrastraba en mancha. Una vez abajo, Leíto recordó el lugar exacto adonde estaban los juegos electrónicos, porque aquella vez se grabó el camino, por lo que emprendió la carrera en lo que, en pleno pique, una grotesca pata de simio se interpuso en su camino, derribándole como un saco de papas.
- ¡Oiga... – exclamó Guillermina precipitándose - no ve que es un guagua!
Juanacha, que miraba anonadada, ciertamente no entendía las razones de semejante atropello, pero aquél le atemorizaba por lo que, desistiendo de tirar del poncho, se puso encima a su Rudy y emprendió escaleras arriba.
- Señoras. lo siento, pero en este local está prohibido el ingreso de vendedores ambulantes.
- No estamos vendiendo nada – y miró a su alrededor -, él quería ir a los juegos.
Pero a nadie le interesaba las razones del caso.
- Igual… - se corrigió el moreno de pelo corto y corbata michi- , pero igual, señora, allí el niño no puede entrar. Es que es muy pequeño para los juegos.
Guillermina le confrontó, luego, con una parsimonia de Cangallo, encorvó su humanidad.
- Papito – le dijo -, vámonos pá arriba. ¿Haz caso, si?
Y él, que era un chico aprehensivo y se había mantenido sin decir o reclamar, también en silencio hizo caso y escaleras para arriba; después, en el parque, Juanacha, que ya no temblaba sino que se obnubilaba en una mariposa, le alcanzó el bebito a Guillermina cuando de pronto, jalándola el apure de Leíto.

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